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Por Santiago Gallichio

Nuestro sistema republicano recoge el modelo norteamericano y no el europeo continental. Por ello, existen dos fuentes de legitimidad democrática distintas y, muchas veces, contradictorias: la del Legislativo y la del Ejecutivo, ambos votados por el pueblo. Cuando las divergencias entre uno y otro son altas, compete a ambos encontrar caminos de congruencia que no traben el desarrollo de la república. Sin embargo, el siempre vivo espíritu totalitario señala alertas cuando la discrepancia se agranda. Para esta visión totalitaria, lo único sostenible, la “gobernabilidad”, depende de la cohesión entre el presidente electo y la mayoría legislativa, como si ambos tuvieran la misma tarea que cumplir.

Para este pensamiento totalitario, un triunfo de Javier Milei, en este contexto, sería el más grave peligro para la gobernabilidad, pues apenas contaría con unos 40 diputados (15% de la Cámara) y 8 senadores (11%), en el mejor de los casos. Sin dudas, es más sencillo gobernar con cohesión. También es cierto que, en esas situaciones, el Congreso termina en el conocido rol de ser una mera “escribanía” del Ejecutivo: así se lo denominaba hasta hace no tanto, en pleno apogeo kirchnerista.

Pareciera ser que ni queremos una escribanía ni queremos una gran discrepancia. Pero estas coincidencias se dan muy pocas veces y lo sensato es exigir que quienes ocupan sus lugares elegidos por el pueblo cumplan con sus tareas sin extorsionar al poder más débil. ¿Qué otra cosa están diciendo quienes dicen, como los intelectuales que firmaron cartas abiertas en estos días, que no se debe votar a Milei porque su debilidad legislativa lo terminará transformando en un déspota? Lo que nos quieren decir es que cedamos hoy ante la segura extorsión que el peronismo y JxC le harán a su eventual presidencia y dejemos de votarlo, en aras de la cohesión.

Si el sistema que tenemos es presidencialista y el pueblo elige a un presidente con poco apoyo legislativo, ese presidente tendrá que limitarse a actuar en su esfera de acción legítima, el Ejecutivo, y el Congreso deberá limitarse a la propia. Y ambos deberán encontrar la manera de convivir pacíficamente para llevar el país a un mejor lugar que aquel en el que está actualmente.

Si lo que hay es una preocupación por la gobernabilidad, el espacio de JxC podría reflexionar acerca de por qué se negó a incorporar a Milei cuando Macri lo sugirió para, en cambio, levantar un muro moral que lo dejara fuera públicamente. En JxC sobran las vestiduras rasgadas y falta el trabajo político democrático. No parece suceder lo propio en el peronismo, que, ante la popularidad de un liderazgo, se aviene e intenta cooptarlo e incorporarlo al sistema. Una actitud mucho mejor que la de sus rivales, por cierto. En EE.UU., Trump fue acogido no sin reservas por el partido Republicano y su influjo quedó acotado dentro del sistema, no sin tensiones, claro está.

El dilema de quienes queremos un cambio profundo es cómo elegir entre Milei y Bullrich. ¿Cuál es la duda frente a Bullrich? Primero: la mayoría de su partido JxC no quiere un cambio tan profundo; los radicales más progresistas y los larretistas, claramente no. Podríamos decir que quizá solo la mitad del voto de JxC en las PASO quiera un cambio profundo. Si bien no quiere más kirchnerismo, algo de peronismo, sí. Ricardito Alfonsín tiene la edad suficiente como para expresarlo ya sin tapujos y su voz representa a muchos, aunque Bullrich diga que habla solo por sí mismo. Segundo: cuando intente los cambios profundos podrá pasarle lo que le sucedió a Macri: tendrá trabas internas. Tercero: la profundidad del cambio que alguien de la generación de Bullrich o Melconian pueden ofrecer podría verse limitada por su propia edad cronológica: es una observación meramente pragmática, pero realista. No por otro motivo mucha juventud no se siente tan convocada por ellos como por Milei.

Milei tiene, sin dudas, el diagnóstico más profundo y acertado de la situación actual. Aunque esto no signifique consecuentemente que sea el más indicado para liderar las soluciones. Pero sabemos que sin el diagnóstico adecuado no habrá solución adecuada. Su diagnóstico se resume en la crítica al principio “a cada necesidad corresponde un derecho, independientemente de cómo se lo financie” y su consecuente repudio del concepto de “justicia social”. Un Estado como el argentino que promete todo (o, peor aun, que no puede dejar de hacerlo sistemáticamente) y a la vez ya no puede dar nada es la prueba palmaria de la justeza de su diagnóstico. Sabemos que el peronismo no comparte este diagnóstico. Pero, ¿JxC lo comparte? Bullrich, aparentemente sí. La otra mitad…

Entonces, ¿por qué no pueden trabajar ambos candidatos de manera mancomunada, una vez dirimido quién gobernará el Ejecutivo? Esta ingenua pregunta es la pregunta más relevante. Porque lo que escuchamos desde muchos ámbitos de JxC hoy (aunque es cierto que todavía se trata de una campaña) es que Milei es un autoritario que romperá toda institucionalidad cuando no pueda con las reformas que pretende y, por ese motivo, es lo peor que nos puede suceder: hasta sería mejor que siga el peronismo.

Demasiados supuestos. Milei detesta la casta y, por eso, JxC (que la integra) reacciona. Pero una vez legitimado Milei con el voto popular, si resultara electo, ¿qué actitud tomará JxC? ¿Ayudará a la gobernabilidad para que las reformas profundas, que nadie se anima a hacer, él las pueda hacer? ¿Y qué sucedería si ganara Bullrich y su impulso reformista se viera ahogado una vez más, como sucedió con Macri? ¿Qué panorama tendríamos al final de esa nueva frustración?

El escenario no es tan sencillo como tener o no tener apoyo: los apoyos de media tropa no convencida, como lo es la tropa legislativa de JxC, sirven para llegar al borde del cambio, pero muy probablemente no le permitan cruzar el río a la nueva presidenta. El impulso Milei también es una reacción a esa falta de fuerza, coraje o apoyo que el gobierno de Macri dejó de manifiesto. Y los que lo votan no quieren otra frustración, por lo menos, no una frustración de la misma índole.


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