Al despertarme esta mañana me encontré con la desagradable noticia que ayer falleció Julio Olivera. Para la mayoría que lo conoce es el co-autor del efecto Olivera-Tanzi (aunque no fue un trabajo conjunto, y la contribución de Vito fue posterior). La idea de este trabajo es muy simple. Si el gasto público es una fracción del ingreso nominal corriente, y los ingresos fiscales son una fracción del ingreso nominal pasado, puede haber un equilibrio con inflación aún y cuando ambas fracciones sean iguales. La explicación es que si hay inflación los ingresos serán menores al gasto y será necesario emitir para financiar la diferencia. Esta emisión convalida la inflación (inflación y emisión cero también son un equilibrio).
Para recordar a mi primer, y primus inter pares, mentor en Economía, comparto con ustedes algunas anécdotas.
La primera vez que escuché hablar de Olivera fue en 1989 al leer una entrevista que le hicieron en el diario La Nación al final de la hiperinflación de ese año. El cronista le preguntaba sobre las causas de la hiperinflación y Olivera daba una respuesta corta y precisa. Como el cronista necesitaba llenar más caracteres en su nota volvía a repreguntar pero Olivera repetía lo mismo: fue una hiperinflación clásica. Más tarde me daría cuenta que el intercambio era un «Olivera clásico».
Volví a encontrarme con Olivera en la UBA. En el semestre que tenía que cursar Dinero, Crédito y Bancos sorpresivamente uno de los cursos lo dió él (creo que en 1991). Sin embargo, siguiendo a mis amigos decidí tomar el curso vespertino de Buscaglia (que usaba el muy obsoleto «Money, Interest and Prices» de Don Patinkin, ¡quién pudiera tener la máquina del tiempo y corregir este error!).
Para tratar de compensar la mala decisión tomada decidí pedirle a Olivera si podía ser mi tutor para unas becas que la UBA ofrecía a estudiantes. Le presenté como idea introducir sus famosos rezagos fiscales en un modelo de economía monetaria con dinámica caótica. Por suerte me dijo que sí y me convenció de sumarme a un curso de Topología que había empezado a dar y que tenía solamente dos estudiantes. Como el formato era de seminarios el trabajo fue muy intenso, y como me había sumado con la inscripción cerrada tuve que rendir como alumno libre. Una vez terminado el examen, Olivera me dijo que fuí el primero que lo hacía para un curso que él dictaba (menos mal que no me lo dijo antes).
Un día le regalé un libro de caos y él me dijo que no era ético que los empleados públicos, como era su caso, aceptaran regalos. No me devolvió el libro, pero me dió otro suyo para compensar los efectos sobre su integridad moral.
El semestre siguiente participé como oyente en otro curso de Topología, y luego haría lo mismo con otro de Integración Estocástica. En este último tuve un «roce» con Mario Firmenich, que describí ya en un post. Además de esta anécdota recuerdo que Olivera me llamó un día la atención porque me senté en el escritorio. Me dijo que las cosas tenían su correspondiente función y que para sentarse estaba la silla. Personaje. También de uno de esos cursos recuerdo el único chiste que le oí contar (aclaro es humor para economistas matemáticos):
Al pasar caminando una señorita agraciada, un amigo le dijo a otro que con ella casi se casaba. ¿Cómo es eso? le preguntó el amigo. Pues le pregunté si se quería casar conmigo y me dijo que no.
Dos anécdotas me contó respecto a su padre, quien fue funcionario en la provincia de Santiago del Estero. Una es que en cierta ocasión que fuera preso por motivos políticos, llevó a la cárcel un libro de Pareto que para el hijo tenía doble valor, por lo escrito por Vilfredo en molde y por su padre en los márgenes. Y la otra es la razón de sus nombres de pila, representando las tres grandes civilizaciones de occidente: romana, griega, y germánica.
Cuando estaba por viajar al MIT, Olivera me pidió que le enviara saludos suyos a Samuelson, Solow y Dornbusch. Dos años más tarde, cuando terminé los requisitos de cursada y pasé los exámenes generales, Dornbusch me preguntó qué me había parecido la experiencia. Con sinceridad, ya que no tengo mucho filtro, le dije que había aprendido mucho pero que sin embargo no había encontrado a nadie que supiera tanto de Economía como Olivera. A Dornbusch se le borró la sonrisa en un instante, y me dijo que podía ser porque se trataba de una persona que no hacía otra cosa con su vida que leer del tema. Ese día supe que tenía que cambiar de mentor de tesis, y que no había lugar inmune a los celos profesionales.
De mi estadía en Cambridge solamente una persona casi eclipsa a Olivera, Robert Merton, que daba su clase de Finanzas en tiempo continuo con un estilo equiparable a un maestro de orquesta, respondiendo en forma instantánea todo tipo de preguntas (y usando conceptos que yo sabía de Física con una claridad envidiable).
La última vez que lo vi a Olivera fue cuando vino a San Andrés a presentar un trabajo en un seminario. Después de almorzar lo llevé al centro en auto y recuerdo estar más preocupado en manejar como si no estuviera en Argentina que otra cosa. Ah, y me pidió que lo dejara en la Facultad, ya que tenía que seguir trabajando. Adiós maestro.
EXPOST: Santiago Chelala, quien fuera co-editor de este blog en sus inicios y tuvo a Olivera como director de su tesis doctoral, escribió una nota en el Cronista Comercial compartiendo sus anécdotas. La transcribo íntegra:
Ayer fue un día de luto para la profesión. Julio H. G. Olivera, maestro de varias generaciones de economistas, falleció a los 87 años.
Nació en Santiago del Estero en 1929, era profesor emérito en la Facultad de Ciencias Económicas de la UBA y es considerado uno de los creadores del estructuralismo latinoamericano, así como de las teorías no monetaria de la inflación y de dinero pasivo.
Le gustaba recordar que John Hicks, uno de los más lúcidos continuadores de la obra de John M. Keynes, dijo públicamente que adhería a su teoría de la inflación estructural.
Vivió con puntualidad kantiana y con una formalidad absoluta en las formas y en la vestimenta, que incluía reloj de bolsillo y sombrero con solapas. También era dueño de un sentido del humor exquisito, que lo hacía estallar en carcajadas, como si fuera un niño. Olivera fue único.
Fue varias veces fue consultado por la Academia Sueca para proponer candidatos al Premio Nobel. En vez le pregunte si le gustaría ganarlo: «No iría a Suecia a buscar un premio, hace mucho frío. Tal vez si fuera en Ecuador», me contestó.
Cuando en 1963, Arturo Illia le ofreció ser ministro de Economía de la Nación, declinó el ofrecimiento porque no quiso deshacer el compromiso previo que había adquirido con la Universidad de Buenos Aires, de la que era rector. Tenía principios de roble.
En una ocasión quise hacerle una entrevista para El Cronista. «Lo siento. Mis formas no son aptas para todo el público. Sería una pérdida de tiempo para el periodista y para mí, fue la respuesta, más esquiva que realista.
Cuando se le hablaba del efecto Olivera-Tanzi (que predice el impacto de la inflación en la recaudación de impuestos), otras de sus creaciones, respondía con picardía: «No recuerdo que Tanzi sea mi apellido materno». Cuando alguien citaba un texto suyo de los años 50, lo interrumpía y decía: «¿De 1950? Debe ser de algún antepasado mío».
Para quienes lo conocimos, su perfil humano era incluso más valioso que el académico. Trataba a todo el mundo con la mayor consideración posible, no importaba si se tratara de un ministro, de una personalidad extranjera o de un estudiante. A todos dedicaba su entera atención. Era, antes que cualquier otra cosa, un humanista.
La esgrima era otra de sus pasiones: «Es como el ajedrez pero a la velocidad de la luz», describía.
Cuando hablaba en público, el silencio en la sala se hacía más profundo. Acostumbraba a leer sus discursos, a los que no faltaba ni sobraba una coma. También bromeaba con eso: «desconfiando de mi espontaneidad, traje un discurso», comenzaba.
Durante los últimos años le afectó una fuerte sordera. Entonces pedía «por favor, hable más fuerte, como si usted estuviera dando clase y yo sentado en la última fila. Sabe lo que ocurre, este lugar tiene muy mala acústica».
El cuerpo se fue distanciando de una mente que seguía intacta. Le costaba ponerse el sobretodo, y cuando uno trataba de ayudarlo, sonría y decía «por favor, no me ayude, este es el único ejercicio que hago durante el día».
Conversábamos de una de sus últimas publicaciones cuando vi brillar sus ojos por última vez. El título es «Sobre la existencia de medidas de Ulam», y contiene una conclusión asombrosa que echa por tierra cientos de manuales de economía: la competencia perfecta no existe. Ese día me dijo: «Empíricamente ya sabíamos que la competencia perfecta no existe, lo que no sabíamos es que matemáticamente también es un error. Es un imposible matemático, un chiste intelectual».
Hasta hoy seguía liderando en la UBA los seminarios de economía matemática cada primer viernes de mes, como hace cinco décadas. Por allí pasaron Guillermo Calvo, Rolf Mantel, Juan Sorrouille, Alfredo Canavese, Héctor Diéguez, Ana María Martirena y muchos otros economistas destacados. De seguro que sus miembros más jóvenes, Matías Fuentes, Alejo Macaya, Eduardo Rodríguez y Ariel Abelar serán dignos continuadores.
Muchos otros tomarán su vida y su obra como fuente de inspiración. ¿Acaso hay un legado más importante que una persona puede dejar?
Muchas gracias maestro, lo vamos a extrañar.